"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Epístola al silencio de los sentidos

EPÍSTOLA AL SILENCIO DE LOS SENTIDOS Del museo la estampa oscura y vieja… Fue lo que percibí cuando te visité ese día, esa tarde tan gris. Hice un esfuerzo inusual para no odiarte, pero en lo más hondo de mi interior, la genética clamaba más allá de lo sideral. El cosmos, que todo lo concatena, me obligaba al retorno, en busca del perdón. Aunque no tenía claro quién debía hacerlo, ni a quien le correspondía esa clase de misericordia. Mientras me acercaba al edificio, tomaba conciencia en su diseño tan moderno y peculiar, pese a que ya llevaba algo de una treintena de años en ser construido. Al ingresar a tu departamento, traspasando la puerta de roble, recordé que su visor siempre fue usado de modo indiscriminado por tu curiosidad chismosa y regodeada del vivir ajeno. Tus vacías tardes daban paso a imágenes que el orificio con cristal de aumento, horadado en la madera a la altura de tus ojos, permitía que tu atrevimiento pudiera escudriñar. Era víctima de tu mirada insolente, aquél ingenuo u osado, que se dispusiera a increpar tu intimidad detrás del portal, por el mero hecho de transcurrir en el afuera. Ah sí, esa puerta dividía el mundo agitado, denunciante, ágil, movedizo y tan ávido de aventuras, del tuyo, tan desteñido, espía, desgreñado y polvoriento. Pensé entonces que la vejez nada tendría que ver con las almas viejas. Tu padecer anciano, era milenario. Después lo supe. Intenté sonreírte, pero sentí tu mirada dura denunciándome intrusa. Igualmente me introduje en la sala, inmensa, de alfombras descoloridas por la tierra, el hollín y el tiempo implacable. La cocina y todos los ambientes, aromatizaban a cebollas rancias, tabaco maloliente y encierro terroso. Puse agua a calentar, para el té que nos apetecía desde siempre como bebida, pero tu reacción fue hostigante, desaprobando mi acción, destacándola como atrevida y sin paciencia. Sin sentirme intimidada, me dirigí al aparador para sacar el mantel y armar una mesa de merienda. Seguiste con suspiros quejosos cada movimiento, colaborando y culminando los preparativos. Frente a frente, no cesaron las disputas, las reiteraciones por toda frase debido a tu sordera; Negada ante insistencias mías de pretender mejorarla. No aceptaste ayuda, ni de profesionales que pudieran aliviar tu salud ni tu hipoacusia irremediable. Yo solo pretendía modificar tu calidad de vida. Que escucharas a los pájaros o a las voces de los niños correteando por los patios del edificio. Que encendieras la televisión y disfrutaras de imágenes maravillosas y verdes de algún documental de la naturaleza… o te enteraras de los coloridos de usanza en indumentarias o de noticias divertidas de los alegres del mundo. Pero tu negativa contundente era como una lápida cayendo pesada sobre el destino autoprovocado. Tus quejas sobre mi vida, sobre mi existencia, sobre mis preferencias, comenzaron a agotarme otra vez. Cada galleta dulce se volvía amarga en mi boca y aún peor, ingresaba quemando y lacerando mi alma. Opté por dirigir mi atención hacia el balcón y enfrentar las macetas de plantas yacientes que gritaban su sed. Secos los tallos, mostraban seguramente su mustio verdor. Ásperos negados a ofrecer alguna flor, se entregaban Agonizantes. El dolor hondo que oprimía mi pecho hizo girar mi enfoque hacia lo que fuera antaño un living majestuoso. Ahajadas las telas a mi tacto, de sillones, cobertores y cortinas, fue la estampa ofrecida a mi intención. Ya el silencio invadió tu mente tan anciana. Todo se aquietó, pretendía dormir una siesta eterna y árida. El polvoriento espacio, donde el serrín intentaba dominar su pregnancia, concluía el atardecer. En esos instantes caóticos, la desolación, cual humo oscuro, logró que no quisiera sentir, tampoco existir. Sabía que no había algo ni alguien, capaz de provocar un giro a la tremenda quietud. Aclamé a La Luz Divina para que pudiera remover tu alma desde tu quebrantado cuerpo. Me encontré entonces a mí misma gritando: “¡Vamos, vamos arriba! ¡Basta de tristezas! ¡Basta de angustias e inseguridades!” Pero tu silencio disconforme me increpaba insolente. Tomé mi bastón, y sin importarme los reproches que lastimaban mi espalda, avancé hacia el pórtico que se abría a mi ávida libertad. El tiempo pasó y con él los sucesos dolorosos inevitables. Hoy quise en la mañana, regresar a tu departamento impenetrable por la densa bruma de los recuerdos tristes, tan vacío de felicidad. Necesitaba evaluar su estado para los arreglos mínimos y poder ponerlo en alquiler quizás. Al tacto todo estaba igual. El aroma rancio de la estancia persistía más intenso que nunca en esos espacios. Ingresé haciendo gran esfuerzo, a tu habitación que alguna vez, fuera lo juvenil de tu existencia. Estabas leyendo tus libros de siempre, seleccionados de tu biblioteca culta, con tu rostro alegre y algo sonriente. No me mirabas porque yo no te veía. Pero, tu presencia plasmada en el cuadro sobre tu cabecera, que pintara papá en tu adolescencia, penetraba en mí, como un hálito intenso. Abrí la ventana para ventilar el ambiente. Créeme madre mía, que si por mí hubiera sido posible, yo no te hubiera dejado sola, ni tú hubieras terminado secándote como las plantas de tu balcón. ¡Ay, como hubiera querido que hubieras sido una viejita de cabellos largos, enroscados en rodete sobre tu noble cabeza cana y luminosa, Hamacándote bajo la tibieza del sol! Quizás con un tejido entreteniendo a tus dedos. Una viejecita afable, sonriendo a sus nietos, aceptando su condición de compañía. Amando con dulzura a su familia, derramando la miel de su encanto. Pero me envolví en tu soberbia incontenible, en tus miedos a ser despojada y maltratada por los otros… los que te podrían quitar pertenencias y socavar tu entronización merecida e indiscutida. Ignoraste que la eternidad no era de tu posesión, y que la materia no nos pertenecía. Actuaste egoísta, evitando confianza, aferrándote a lo material y efímero… como tu propia materia. Entonces te dije:- No se si me escuchas, pero te siento y te pido ahora que te vayas. No te preocupes, todo esto, lo que sirva, se lo daré a los que necesiten, pues siempre hay alguien… alguno despojado.- El silencio se hizo afuera y adentro. Peor aún, se hizo en mi interior deshabitado. Caminé por cada espacio del departamento vacío de presencias reales, repleto de recuerdos e imágenes, que ya no podían devolverme los espejos… Decidí llamar a alguno quien pudiera hacerse cargo de las tareas. A alguien quien no tuviera vínculos del pasado tenebroso ni apegos que evocar. Decidida me dirigí hacia la puerta pesada de roble, aquella… la de la libertad. Mientras caminaba sorteando escollos, percibí tu comprensión insólita. Sintiendo los reproches desvaneciéndose detrás de mí. Mis espaldas, ahora captaban bálsamos de perdón y paz. Todavía no había alcanzado la salida esperada, y el ambiente estaba más purificado, limpio de dudas intrigantes. Giré media vuelta y enfrenté a ese perdón mutuo. Comprendí estando segura que te irías por fin, en legítima paz confortable. Me aferré a mi bastón blanco, y punteando sin cesar, pude llegar hasta el dintel. Salí conforme pues… el silencio esta vez, que helara y erizara mi cuerpo entero antaño transitoriamente… sería por fin, ahora calmo y para siempre. -Renée Escape -

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